Amaneció una mañana tipica de la estación en la que nos encontrabamos. La neblina
espesa, era prólogo de un cielo cubierto de nubes. El trasiego de personas, como to-
dos los días al alba, era frenético, con el cruce de los que venían y los que partian hacia
la Mina, la Fundición, Talleres, Cocheras....Se escuchaba el gemido intenso de las
sirenas, que sonaban hasta agonizar, como señal inequivoca de llamada al siguiente rele-
vo. Apenas se distinguia la gran chimenea, de la que fluian los humos blancos de la fun-
dición de cobre, pero allí estaba, a buen seguro, como faro guia y vigilante de toda una
comarca. Era nitido e inconfundible el silbido de las locomotoras, que discurrian junto a
un rio de sangre como compañero inseparable de viaje, arrastrando los chirriantes vago-
nes cargados del mineral extraido del fondo de la tierra por aquellos hombres de hollín y
lodo, de voluntad inexhausta, los Mineros. Si, con mayúsculas. Ellos convivían con la
visión violenta de su realidad, con lo inhumano de este trabajo improbo, que en muchas
ocasiones resultaba mortífero. Es fácil imaginar, pero imposible de comprender por quie-
nes no han vivido ésta alternativa de sucesos prósperos y a la vez adversos, de este en-
torno hostil.
Los primeros días invernales despuntaban. Era domingo, día de paseo, de cine, de pal-
mitos. Tras la misa, empezaba el fluir de gente, los corros. Tras los cristales de los bares,
se apreciaban siluetas disimuladas por el humo de los cigarros, se sentia el ambiente fes-
tivo. De repente, comenzaron a sonar las sirenas. A deshora, acompañadas del silbido
intenso e interminable de una locomotora. ¡Santa Barbara bendita!, exclamó una señora.
La gente comenzó a remolinarse, no sabía que preguntar, los semblantes denotaban la
tragedia. Todos entendían el lenguaje y el significado de aquellos sonidos. El accidente
en la mina, se habia producido. A partir de ahora, comenzaba la incertidumbre de lo
acaecido, pero sobre todo, cuantos y quienes habrían sufrido las consecuencias.
Bien caida la tarde, se disipan las dudas. Cuatro mujeres despavoridas, corren por la
calle que conduce hasta la estación del tren que las lleva a "El Valle". Hoy han sido sus
maridos, el tributo que se han cobrado las entrañas de la tierra. El color del luto, tan ha-
bitual por estos pagos, vuelve a predominar entre los ocres y rojizos de nuestro paisaje,
ceñidos en los hombres y mujeres de toda la comarca.
Trancurrían los últimos años de dominio del omnipotente consorcio que explotaba los
yacimientos. Para los ingleses, la Rio Tinto Company Limited. Ellos vivian encerrados en
su gueto de lujo. Al otro lado del muro, los nativos, para ellos, "La Compañia", sin dere-
chos a la propiedad, esclavos en su propia tierra. Tiempos duros, difíciles, de etapas
inimaginables, los vividos durante ochenta y un años, bajo el yugo de unas siglas.